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jueves, 23 de agosto de 2012

La vida se abre camino...

"NO ME RESIGNO A QUE, CUANDO MUERA, SIGA EL MUNDO COMO SI YO NO HUBIERA VIVIDO".

De vuelta a Guatemala, parece que nada hubiese cambiado. Las actividades de Los Patojos siguen adelante, con iniciativas ilusionantes que a medio plazo van a conseguir con total seguridad que el proyecto se convierta en algo grande. Se han adquirido unos terrenos en Jocotenango para construir lo que algún día será la Universidad Popular de Los Patojos. También está en el aire la idea de proponer a la Municipalidad una especie de Taller de Empleo o Casa de Oficios, que sirva además para poder ofrecer una salida profesional a aquellos jóvenes que, por circunstancias, no sigan sus estudios. Desgraciadamente, las cosas van despacio, pero se están dando los pasos firmes y adecuados para alcanzar esos objetivos.

Los profes con los que un día compartí mi tiempo en la asociación (Juan Pablo, Rafa, Chacho, Fernando, Mauricio, Celeste, Flavi, Diego "Mano de León",...) continúan con ese espíritu tan necesario para que su inicitiva socio-educativa progrese y no se estanque. En cuanto a los pequeños, ¿que decir? Me dieron la primera alegría del viaje cuando poco a poco empezaron a reconocerme, y a regalarme sus abrazos y todo su cariño. Realmente estuve unos días con el corazón encogido.

Desde el lunes 13 de agosto estoy trabajando con el que era mi grupo el año pasado, pero esta vez el profe es Mauri. Las actividades son distintas, evidentemente los niños son más mayores. Además del apoyo en sus actividades escolares, hacemos dinámicas basadas en la socialización y el respeto. Como decía, la línea de actuación no ha cambiado porque afortunadamente, da sus frutos.

Por otra parte, sigo esperando una respuesta de la asociación con la que contacté en Honduras; lamentablemente, los días pasan y ya me estoy temiendo que mi ansiado viaje a Tegucigalpa va a tener que ser cancelado. Pero siempre hay algún rayo de sol que se filtra entre las nubes...

Esta mañana he acompañado a dos voluntarias españolas (Cris y Alicia) a un proyecto llamado CASA JACKSON PARA NIÑOS DESNUTRIDOS que, como su propio nombre indica, atiende a niños con situaciones de desnutrición extrema o, en el mejor de los casos, grave. Hemos llegado a la casa sobre las 8.30 h para atender el primer turno, que se extiende hasta las 12.00 h.


Lo primero que ha llamado mi atención es que hay que observar unas normas de "asepsia" básicas para proteger a los pequeños: no se puede entrar a la casa enfermo, hay que lavarse las manos con gel antibacterias, hemos de vestir un camisón como de hospital y, como se recuerda en numerosos carteles que hay colocados en las paredes, en ningún caso hay que quitarse la mascarilla que facilitan en la entrada. "¿Para qué tanto?", he pensado para mis adentros. La respuesta me ha golpeado en la cara instantes después...



Solo dos de los pequeños que nos hemos encontrado (de 6 y 7 años de edad) son capaces de moverse sin ayuda; el resto, incluso niños de casi dos años, necesitan de un voluntario o una enfermera para caminar... para algunos ni  ese apoyo es suficiente. Es el efecto de días y días de precaria nutrición: críos de 3 años encerrados en cuerpos de bebés, niños con 3 meses que pesan 2.5 kg, otros que con 5 años no controlan sus esfínteres, retraso en su desarrollo mental, ...  En pocos meses de vida, estos pequeños ya han agotado la cuota de sufrimiento que corresponde a cada ser humano; y lo peor de todo es que su porvenir no les depara mejores noticias. Como diría Galeano, probablemente no haya puertos para estos barquitos.


El momento más emotivo ha llegado a la hora de la comida. Poco antes de mediodía la enfermera me ha pedido que diese la papilla a un pequeño que se encontraba en la habitación de aislamiento. Sus 7 meses de vida no dan para más de cuarenta y tantos centímetros de largo, y para menos de 3 kg de peso. Me han llamado la atención sus manos, unas manos huesudas, arrugadas y morenas, escala de unas manos de anciano.

La casualidad ha querido que un llanto angustiado se escapase de su desdentada boca justo en el momento en el que me he aproximado a él para sacarlo de la cuna. O quizá haya sido un grito de socorro inconsciente, un SOS lanzado a quién pudiese escuchar. Sea como fuere, me ha helado la sangre. He colocado al pequeño en mi regazo y de alguna forma ha comenzado su particular baile con la vida.

El primer paso de esta danza ha sido dejar inmediatamente de sollozar, con la certeza innata de que algo bueno estaba a punto de suceder.

El siguiente ha sido si cabe más sorprendente para mí. Su forma de comer era distinta; aprovechaba todas y cada una de las oportunidades que le ofrecía para nutrirse, sin desperdiciar, sin renunciar, ni una mancha en su baby...

El pequeño comía con la desesperación que exige la supervivencia;  no era un acto biológico, sino más bien el episodio de aferramiento a esos pocos cabos que quizá le resten para mantenerse vivo. Ha permanecido sin apenas moverse, ni un manotazo, ni un gesto de rechazo a la comida, ni a mi; solo una respetuosa, pero ávida, espera hasta la siguiente cucharada. Y todo ello sin apartar su mirada de la mía... Podría estar escribiendo días y no sería capaz de describir lo que se siente en esos momentos.

Horas más tarde me vino a la memoria el cuento del pobre que se sentía desdichado porque solo tenía altramuces para comer, y vió que otro pobre comía las cáscaras que él tiraba al suelo. Lo decido mientras la noche cae sobre Jocotenango: se acabó la penitencia...

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