Ernest Hemingway escribió una vez: "El mundo es un buen lugar por el que vale la pena luchar. Estoy de acuerdo con la segunda parte." Tiene gracia que poco tiempo después se suicidara abriéndose un agujero nuevo en la cabeza con una escopeta, pero a su manera también luchó... contra sí mismo.
Hagamos una analogía entre la vida y el mundo del que hablaba Hemingway.
¿Hasta cuando es capaz una persona de seguir luchando por vivir? ¿En qué momento se deja vencer por aquello que le produce miedo, dolor, angustia o sufrimiento extremo? Esta semana he conocido dos ejemplos distintos, aunque ambos explicativos, que dan respuesta a lo que me pregunto al inicio de este párrafo. Uno, por razones que no vienen al caso, quedará para mí. El otro intentaré describirlo de la mejor manera posible, aunque presiento que no me va a ser fácil.
A aproximadamente 8 kilómetros de Jocotenango se encuentra el caserío de Mano de León. Este nombre proviene del árbol homónimo que crece abundantemente alrededor de la aldea, y cuya característica principal es una hoja que se asemeja a la zarpa del rey de la selva. Encajada en un valle tan bello como verde y escarpado, Mano de León sin embargo esconde la mayor parte de las formas que puede adoptar la miseria del género humano, tanto material como espiritual.
Antes de entrar en la descripción de estas miserias es preciso que exponga los antecedentes, o cómo llegué a conocer el caserío Mano de León.
La Asociación Los Patojos acoge desde el día 26 hasta el domingo día 30 de Octubre, el festival "Jocotes en Miel". Es la 4ª edición de este certamen, y durante el mismo se desarrollan diferentes talleres (fotografía, música, baile, pintura, teatro...) para que los niños participen activamente, y creen y presenten sus trabajos ante el resto de la comunidad. En esta ocasión han sido invitados algunos chicos de la asociación "Educarte" y de la escuela rural de Mano de León además de, obviamente, los alumnos de la nuestra.
El día 26 los voluntarios y profesores de Los Patojos llegamos pronto al local de la asociación. Queríamos que todos los cabos que quedaron sueltos el martes estuvieran atados, y bien atados, antes de la llegada de los chicos. Los niños de Educarte y de Los Patojos llegaron puntuales a las 10 de la mañana, hora convenida con los grupos participantes días atrás. Sin embargo, los representantes de Mano de León (un grupo de aproximadamente 10 niños entre 6 y 14 años) no aparecieron en el local hasta pasadas las 10.30 h. La puntualidad no es una de las virtudes de los guatemaltecos, y en otro caso la demora no hubiese sorprendido a nadie. Pero su retraso, junto con las ropas que vestían y la conducta de los críos una vez llegaron, llamó la atención de los presentes en el recinto.
Sus clásicas ropas (faldas largas de varios colores en las niñas, pantalón y camisa o camiseta en los chicos, sin estridencias) no estaban más sucias que las del resto; el color de su piel era similar al de las otras personas allí reunidas y su voz no molestaba porque apenas era perceptible. Entonces, ¿qué despertó nuestro interés?
En primer lugar, se movían por el local de la asociación como un banco de peces, al unísono, sin que ningún miembro se adelantase y con la precaución de no dejar a nadie atrás, sin la protección del grupo. No hablaban si no se les preguntaba y, si esto último sucedía, raramente levantaban su mirada del suelo.
Por otro lado, el maestro de la aldea nos explicó a todos a modo de disculpa, que habían hecho el trayecto (los 8 km) a pie... Siempre hay una chispa que enciende la mecha de los pensamientos, y en mi caso fue ese comentario. ¿A pie? ¿Casi tres horas a través de la montaña? Desde ese momento quise saber más, conocer más de ese pueblo de nombre tan especial y de sus gentes.
Las actividades del día estaban llegando a su fin en Los Patojos y la noche esperaba impaciente para abalanzarse sobre Jocotenango. En esta latitud y época del año, el sol desaparece como empujado por la oscuridad y por el frío, y ambas muerden sin piedad a todos cuantos no encuentran la protección de un techo sobre sus cabezas. Yo no hacía más que pensar en los chicos de Mano de León y en el duro camino de vuelta que les esperaba hasta llegar a su hogar. La ruta, según me contaban los jocotecos, era abrupta y de tierra, como ganada con urgencia al bosque y, evidentemente, sin ningún tipo de iluminación artificial. Por fortuna, el director de Los Patojos me comunicó que para la vuelta, el colegio de Mano de León iba a contar con un par de bomberos y un todoterreno de su dotación que serviría de espartano medio de transporte de pasajeros. Con esto se les aseguraba llegar antes de la noche al caserío. Eso calmó mi preocupación y me abrió la puerta para conocer la aldea. Hablé con uno de los bomberos para que nos aceptaran a otro voluntario y a mí como pasajeros de ese viaje; lo hicieron, a cambio de una "propina" de 40 quetzales.
En efecto, la "carretera" que parte de Jocotenango hacia las montañas es de todo menos una carretera. Estrecha, con muchas curvas, peligrosa. Ni siquiera podría considerarse una pista forestal. Además, las lluvias descargadas hace unas semanas por la tormenta tropical que azotó Guatemala destrozaron la ya de por sí precaria senda hacia Mano de León. El improvisado autocar de los bomberos se movía con precaución por las empinadas pendientes del camino, manejado por las experimentadas manos del mayor de los bomberos. El paisaje desde el vehículo era impresionante; vegetación hasta donde alcanzaba la vista, cafetales, quebradas, y tres o cuatro casas que desafiaban la ley de la gravedad, clavadas a la ladera del monte.
Media hora después de dejar Joco, el todoterreno se paró. Miguel, que así se llama bombero más joven, nos informó que no podíamos seguir adelante, y que el resto del camino hasta Mano de León (aproximadamente 1 km) habíamos de hacerlo a pie; el vehículo podría bajar la pendiente hasta el caserío, pero probablemente la pronunciada inclinación de la subida haría imposible el avance del "carro".
Así que Juanlu (voluntario), Rafa (maestro de Los Patojos), Diego (el maestro de Mano de León), 10 niños y yo iniciamos el descenso a unos infiernos que tardaría muy poco en descubrir...
Así que Juanlu (voluntario), Rafa (maestro de Los Patojos), Diego (el maestro de Mano de León), 10 niños y yo iniciamos el descenso a unos infiernos que tardaría muy poco en descubrir...